No es nuevo que los políticos busquen legitimidad en escenarios religiosos. Lo preocupante es que sean los propios líderes de las iglesias los que abran la puerta a ese tipo de intervenciones, sin ningún condicionamiento, confundiendo la misión pastoral con la “simpatía ideológica”. El culto cristiano es un acto de adoración a Dios, no un acto de campaña ni un espacio para repetir eslóganes que dividen.
Jesús evitó toda instrumentalización política. Cuando la multitud quiso hacerlo rey, se apartó. Dejó claro que su Reino “no es de este mundo”. La Iglesia, como su Cuerpo, no puede prestarse a respaldar proyectos humanos que, por más atractivos que parezcan, siempre estarán marcados por intereses y limitaciones.
La frase final de Milei no fue solo una expresión emocional. Es un lema de su identidad política. Repetirlo en un altar no solo desvirtúa la naturaleza del culto, sino que compromete la neutralidad espiritual de la Iglesia frente a sus fieles, porque no todos comparten la misma visión política, pero todos deberían encontrar en la iglesia un lugar seguro, sin banderías partidarias.
La iglesia está llamada a ser Sal y Luz, no el brazo extendido de ningún gobierno, ni refugio de ninguna ideología. Su mensaje es el Evangelio, no la consigna. Su esperanza debe estar puesta en Cristo, no en un modelo económico o figura política. Cuando se permite la infiltración partidista (tal vez no hubo una intencionalidad), se pierde autoridad espiritual y moral, se corre el riesgo de dividir a la congregación y se hiere la integridad del testimonio cristiano.
Ahora, no se trata de excluir a los líderes políticos de los templos, la Biblia nos exhorta a orar por las autoridades superiores de nuestras naciones, sino de recordar que allí, como cualquier otro creyente, deben ir a adorar y no a hacer proselitismo. La iglesia debe cuidar celosamente sus altares, porque cuando se mezcla lo espiritual con eslóganes políticos, el culto deja de ser para Dios y se convierte en espectáculo humano, donde la autoridad temporal surge como el “ídolo”. Y eso, a la larga, puede pasar factura.














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