Más allá de los titulares y las estadísticas, hoy quisiera comentar sobre algo que toca la vida de todos: la salud.
La salud del cuerpo, sí… pero también la salud de nuestra comunidad, de nuestras instituciones, y —en el fondo— de nuestra propia conciencia nacional.
Cada vez que se menciona el sistema de salud, se repiten los mismos problemas: hospitales saturados, falta de medicamentos, personal que trabaja con más vocación que recursos.
Y una ciudadanía cansada, que siente que el Estado no responde.
Pero detrás de todo eso hay algo más profundo.
La salud no es sólo una responsabilidad del gobierno. Es una tarea compartida, un reflejo de cómo vivimos, cómo cuidamos, y cómo entendemos el respeto a la vida.
Cuidarse no es egoísmo. Es un acto de respeto hacia los demás.
Y cuando una sociedad se acostumbra a la improvisación, a la falta de prevención, a la indiferencia… empieza a enfermar, no sólo en el cuerpo, sino en el alma.
Necesitamos un sistema de salud más eficiente, sí.
Pero también necesitamos orden, disciplina y responsabilidad personal.
Que los médicos vuelvan a sentir el orgullo de servir.
Que el Estado recupere su deber de proteger.
Y que cada paraguayo entienda que cuidar su salud es también cuidar la patria.
Porque el verdadero progreso no se mide sólo en obras o presupuestos, sino en el respeto por la vida y por el otro.
Y ese respeto comienza en casa: en cómo educamos a nuestros hijos, en cómo vivimos con austeridad, en cómo nos comprometemos con el bien común.
Paraguay necesita sanar.
No sólo en los hospitales, sino su espíritu.
Y para eso, debemos volver a los valores que siempre nos sostuvieron: la reconciliación, el orden, el respeto y la responsabilidad.
Sólo así podremos decir, con verdad, que el país está sano.
Porque la salud del Paraguay no se mide en cifras…
Se mide en la fortaleza moral de su pueblo.
