En 2020, Susana Domínguez, de entonces 21 años, volvió a ver al psicólogo que seis años antes había dado luz verde a su tratamiento de cambio de sexo, y había permitido que más tarde la sanidad pública le extirpara el útero. Quería explicarle que ambos habían cometido un terrible error: estaba convencida de que años atrás, en aquellas conversaciones entre ellos, los dos se habían equivocado.
Ella no era un chico en cuerpo de chica, como le había dicho cuando sólo tenía 15 años. Las hormonas y las operaciones habían sido una tremenda equivocación. Susana había tardado seis años en darse cuenta de que quizás sus problemas mentales, que incluían depresión y trastorno esquizoide, la habían incapacitado para tomar la decisión correcta.
En realidad, le contó al psicólogo, ella era y siempre había sido una mujer, pero una mujer con serios trastornos que nada tenían que ver con la transexualidad. Unos trastornos que él, profesional de la salud mental, no había sabido ver a tiempo. «Y entonces el psicólogo me dijo: ‘Ya empezamos, ya empezamos’», cuenta hoy Susana. «¡Parecía que le molestaran mis problemas…! Yo era una adolescente con problemas y él mi terapeuta».
El peaje de semejante error había sido enorme. De una sesión a otra, en esos seis años, a Susana le habían quitado sus pechos y su útero, además de recibir una avalancha de hormonas masculinas. Su cuerpo había sido modificado de forma irreversible.
A la vez se había dado otro proceso: pese a no recibir acompañamiento psicológico durante su cambio de sexo, Susana y su madre no habían dejado de buscar ayuda por su cuenta a los malestares de la muchacha, que había sufrido varios intentos de suicidio. Así había emergido la que, creen ellas, podría ser la causa de sus males: rasgos de un trastorno del espectro autista que ese primer profesional nunca advirtió.
Tampoco valoró ese psicólogo del Servicio Gallego de Salud, ni otra psiquiatra previa también de la sanidad pública, los antecedentes genéticos de Susana: al menos seis personas de su familia inmediata -incluyendo su madre y dos hermanos- sufren problemas de salud mental. Sin embargo, el especialista atendió al autodiagnóstico de la adolescente, influenciada por foros de internet, antes que a la evidencia científica.
«Dijeron que había nacido en un cuerpo equivocado y les creí»
Así que en 2020 Susana, aterrada por el error cometido y sumida en sus problemas mentales, le echó en cara todo esto a este profesional. Y él le contestó, según narra ella a este diario: «Llorabas y me manipulaste. Me manipulaste llorando, pero yo ya sabía que el cambio de sexo no iba a hacerte sentir mejor».
Susana, hoy, relata aquel choque con la realidad: «No sólo eso. También fui a la primera psiquiatra, la que me remitió al psicólogo, dando por bueno que yo era trans. Ahora, años después, ella sólo dice: ‘Ay, pero si tú estabas muy segura, estabas muy segura’. Yo tenía 15 años. ¿Cómo me dejaron hacer eso? ¿Cómo podía estar segura de lo que quería?».
Interviene su madre: «Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Cómo se arregla esto?». Su hija ya no tiene aparato reproductor, ni femenino ni masculino. Lleva años tomando hormonas masculinas, y ahora deberá tomarlas femeninas para regresar, en la medida de lo posible, a su ser original. Los daños son prácticamente irreversibles.
Susana Domínguez se abraza a su madre, en A Coruña, el lunes de esta semana.
Reuniendo todas las fuerzas de que son capaces, después de tres años abrumadas por el error cometido y sin una perspectiva científica de solución, Susana Domínguez y su familia han interpuesto ahora una reclamación contra el Servicio Gallego de Salud. En concreto, denuncian un diagnóstico incorrecto de disforia de género -el nombre técnico de ese estoy-en-el-cuerpo-equivocado-, y la ausencia de acompañamiento psicológico a la chica durante su transición de mujer a hombre.
Es la primera de este tipo que se presenta en España, es el paso previo a una potencial demanda en los tribunales y se funda en la obligación del Estado, y de sus médicos y facultativos, de proteger la salud de los ciudadanos y no causarles daños innecesarios.
En el Reino Unido, una mujer, Keira Bell, consiguió en 2020, por hechos similares, una indemnización, cambios legislativos y el cierre de la clínica donde se le cambió de sexo. La Justicia decidió allí que a los 15 años, cuando también Susana comenzó su proceso, Bell no tenía madurez suficiente para tomar una decisión de tal calado.
La desventura de Susana se produjo gracias a que la ley gallega de no discriminación por razón de sexo, que data de 2014, con Alberto Núñez Feijóo como presidente autonómico -y aprobada con los votos de PP; PSOE y BNG-, no recoge nada acerca de acompañamiento psicológico en estos procesos, y permite a los pacientes elegir plenipotenciariamente si quieren cambiar de sexo.
Lo mismo hace la Ley Trans recién aprobada en el Congreso de los Diputados, que extiende ese modelo a toda España y prohíbe explícitamente, contra la opinión de la práctica totalidad de sociedades científicas españolas, que cualquier profesional de la salud mental trate a quien se autodetermine en un sexo diferente al suyo. Sólo establece un acompañamiento, si el paciente lo demanda, para ayudarle con las vicisitudes de la hormonación y las cirugías.
Así se pretende evitar que ningún médico intente curar la transexualidad de nadie. Sin embargo, países europeos como Reino Unido, Francia, Noruega y Suecia ya han dado marcha atrás a legislaciones similares al probarse que, por culpa de esa ausencia de control previo, se permitía acceder a estos tratamientos a menores sin la madurez necesaria y a enfermos mentales que en realidad no eran transexuales.
El propio psicólogo que dio su plácet para que Susana se hormonara y operara escribió en su informe: «Debido a sus rasgos evitativos el trabajo evaluativo y psicoterapéutico se desarrolla con mucha lentitud, no ha comenzado todavía con experiencia de la vida real». Veía su inmadurez, pero eso no le impidió derivarla, tras «menos de 10 sesiones», a una endocrino que comenzó a hormonarla. Y de ahí al quirófano.
Susana Domínguez, junto con su madre, en la playa de Riazor, en A Coruña.
El Servicio Gallego de Salud, a preguntas de este diario, se ha limitado a comentar sobre el particular que «se cumplieron todos los protocolos» y que «un comité clínico evalúa cada caso».
Susana llegó a cambiarse el nombre en el Registro Civil, y pasó a llamarse Sebastián haciendo uso de la llamada autodeterminación de género. Hasta ahora, cuando ha querido volver a ser Susana, la ley no se lo ha permitido, al pedirle informes médicos justificativos. La nueva Ley Trans, tras su publicación en el BOE, facilitará estos trámites.
«Estábamos en casa cuando me dijo que se sentía chico», comienza a contar la historia su madre, que prefiere no dar su nombre. «No me lo esperaba para nada, pero le dije que iríamos a la psiquiatra que la trataba ya por depresión y ansiedad. Yo pensaba que la psiquiatra me iba a decir que tenía alguna enfermedad mental, pero la sorpresa fue que me dijo desde el primer momento: ‘Tiene usted que aceptarlo. Si ella se siente chico, es que es chico’. Yo nunca había pensado que Susana fuera un chico. De hecho, mi hijo pequeño siempre se ha puesto vestidos y diademas, y siempre se ha pintado las uñas, yo creo que por imitación de su hermana, nunca pensé que fuera transexual… Pero, bueno, le pregunté a la psiquiatra si quizás ése era el motivo de que ella hubiera tenido tantos problemas. Me dijo: ‘Seguro, sería eso’».
Susana Domínguez fue derivada así al Hospital Marítimo de Oza, donde el psicólogo ya especializado en Género dictaminó que necesitaba hormonarse. En realidad, cuenta la chica, de hoy 24 años, «todo fue por ver vídeos de YouTube, de gente que había cambiado de sexo y decía que su salud mental había mejorado».
Su madre: «Se pasaba el día llorando, diciendo que necesitaba testosterona y operarse, que sólo eso podía ayudarla… Y me siento muy culpable, porque entonces yo le repetía a los médicos lo que ella me pedía que les repitiera. Y luego, cuando dio marcha atrás, todo el mundo me dice que cómo no me di cuenta del error… Ay, dios».
La endocrina pública, del Hospital Teresa Herrera, comenzó a hormonar a Susana con 16 años. Es decir, siendo aún menor. «A los 18 le hicieron una mastectomía, le quitaron los pechos», cuenta la madre. «Como la sanidad pública no lo hacía en ese momento, la endocrina nos dio dos nombres de cirujanos del hospital que operaban en la privada, y así lo hicimos. Costó 6.000 euros».
Justo entonces se fue al Registro Civil y se cambió a Sebastián. «Yo no pude llamarla nunca así», dice su madre. «Me refería a ella como chico, me daba miedo que le sentara mal seguir tratándole como chica, pero no pude llamarla así».
Año y algo después, en vista de que Susana seguía teniendo menstruación pese a llevar más de tres hormonándose, «la endocrina me recomendó que me hiciera una histerectomía», dice Susana. Así le retiraron el útero y los ovarios en el Hospital Universitario de A Coruña.
Esta segunda intervención fue el gran punto de inflexión en su ánimo: «Empezó a sentirse fatal, sólo quería que la ingresaran». Susana no tenía aún 20 años. «Como no teníamos ayuda, fuimos a un psicólogo privado», recuerda la familia. «Al poco tiempo Susana me dijo que ya no quería ser chico, que era una chica».
¿Cómo cuenta ella esa caída del caballo? «Cuando estaba transicionando me seguía sintiendo mal, a veces pensaba que igual me había equivocado y que igual solo era una chica con problemas mentales. Luego encontré el foro Detrans en Reddit para gente que se arrepiente de transicionar, y me identificaba con lo que ponían. Sentí ira contra ese psicólogo que me hizo los informes sabiendo que esto no me iba a ayudar. Me quería morir».
Cuando Susana se arrepitió, la endocrina llegó a decirme que la convenciera para que siguiera adelante. Imagino que no querían reconocer que se habían equivocado
Interviene aquí Mara Parellada, psiquiatra del Hospital Gregorio Marañón de Madrid, una especialista en autismo que sugiere un vínculo entre este trastorno y el autodiagnóstico de lo trans: «Estudios sólidos dicen que hay muchas más personas con trastornos del espectro autista acudiendo a clínicas de cambio de sexo que en la media de la población general. Y lo mismo está sucediendo en la atención a personas con autismo: también hay más con disforia de género que entre la población general».
¿Hay nexo científico entre ambos ámbitos? «Directo, ninguno», dice Parellada. Y menciona hipótesis: «El autismo trae una comprensión menor de las convenciones sociales y una propensión a no adherirse a ellas, y el género tiene mucho de convención. También hay más lentitud en el desarrollo de la identidad en bastantes casos. Por otro lado, el autista sufre cierta desadaptación social, lo que puede llevar a buscar esa adaptación de distintas maneras».
«Cuando Susana decidió que no quería ser chico, llamé a la endocrino para decírselo», explica su madre. «Me dijo que la intentara convencer de que siguiera delante, que no cambiara, porque igual era peor. Imagino que no quería admitir que se habían equivocado». La chica dejó de tomar hormonas masculinas y ahora va a tener que tomarlas femeninas toda la vida: ya no puede producirlas naturalmente.
Hasta que no encontraron a la Asociación Amanda, de madres con hijos con disforia de género acelerada, a Susana y su progenitora les costó arrancar. «Ninguna ley autonómica, ni la que se acaba de aprobar, contempla qué hacer en estos casos», dicen en Amanda. «Y la Ley Trans prohíbe terminantemente cualquier abordaje psicológico que no sea afirmativo, so pena de multa de hasta 150.000 euros. Incluso un enfoque no afirmativo de los padres puede hacerles perder la patria potestad».
La reclamación, presentada por el abogado Carlos Sardinero, es por valor de 314.000 euros -a tenor de los baremos sanitarios habituales- que, de atenderse, deberían salir del erario público. En ella se incluye la posibilidad de que las hormonas agravaran los problemas mentales de Susana: los prospectos de estos medicamentos avisan de dichos efectos adversos.
Y ahora, ¿qué se puede hacer? ¿Hay alguna vía quirúrgica para desandar lo andado? «Sólo me han dicho que me pueden poner implantes», se limita a decir.
Susana habla poco. Durante la sesión de fotos, en la playa de A Coruña, no cruza palabra con el fotógrafo. Si se le pregunta por escrito sobre sus sentimientos, dice: «Yo estaba muy mal, no podía relacionarme y hacer amigos, me costaba hablar con el psicólogo y aun así hizo los informes para recibir el tratamiento hormonal y las operaciones. Si no sabía ayudarme me podría haber enviado a otro, en vez de arruinarme la vida. La última vez que fui a su consulta se puso a temblar, nos echó y nos dijo que fuéramos a la asesoría jurídica del hospital».
¿Cómo es su vida ahora? «Horrible. Los psicólogos y psiquiatras nunca me han ayudado y sigo teniendo los mismos problemas. La psiquiatra ahora dice que no tengo ninguna enfermedad mental, que lo mío no se cura con pastillas, pero me sigue recetando pastillas y haciendo informes de corta y pega».
Susana Domínguez, en fin, habla más claro sobre aquel psicólogo en su anónimo pero muy activo perfil de Twitter. Donde muchos de estos jóvenes viven una vida paralela que, a veces, creen más real que la verdadera. Donde ella se convenció de que era trans. Ahí Susana escribe: «Aquel tipo violó mi alma».