En su epístola a los Efesios 1:19-20, el Apóstol Pablo declara: “También pido en oración que entiendan la increíble grandeza del poder de Dios para nosotros, los que creemos en él. Es el mismo gran poder que levantó a Cristo de los muertos y lo sentó en el lugar de honor, a la derecha de Dios, en los lugares celestiales”.
Eso no se trata de un poder meramente simbólico ni lejano. Pablo lo describe como una “fuerza grandiosa y eficaz”, y esa eficacia transforma vidas y realidades. Es un poder que no solo venció la muerte física, sino también quebró el dominio del pecado y la corrupción moral y espiritual sobre la humanidad.
Además, la Resurrección no es solamente la prueba de la divinidad de Jesucristo, sino el inicio de una nueva creación en la que la muerte, el pecado y la desesperanza ya no tienen la última palabra.
El creyente no está solo en su lucha diaria contra la corrupción moral, el egoísmo o la desesperanza. El poder de la Resurrección tampoco es un recuerdo del pasado; sino una energía viva hoy, que eleva, limpia y transforma desde dentro para afuera a todos aquellos que estén dispuestos a creer y depositar su confianza en el autor y consumador de nuestra fe: Jesucristo. Es la fuerza que reordena lo roto, que vuelve a dar vida donde todo parece perdido.
Ahora, este mensaje es urgente y profundamente contracultural. En tiempos en que la corrupción parece una constante, tanto en sistemas (de poder temporal) como en los corazones, la Resurrección de Cristo nos recuerda que hay un poder superior que actúa, no solo para perdonar, sino también para regenerar. Quien lo cree, no camina bajo la sombra de la derrota, sino bajo la luz de una Victoria Eterna, otorgada por Dios, que no solo venció la muerte, sino que también nos ofrece su fuerza para vencer con Él.
Hoy, más que nunca, necesitamos abrazar esta Verdad, cuando vemos que el poder de las tinieblas parece crecer sin parar. La Resurrección no es el final de la historia, es el principio de una vida con poder para vivir libres, íntegros y llenos de esperanza. Porque el mismo poder que levantó a Cristo está obrando en nosotros. ¿Qué corrupción puede resistir esta fuerza? ¡La invitación está hecha!














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